J. Manuel Reyes
Andamos siempre con la muerte pegada a las costillas.
Desde el soplo de vida en el vientre generoso de la madre, la muerte se posa sobre nosotros; sigilosa se acomoda presta a respirar por los poros de la fina membrana que somos, y descansa su liviana sustancia bajo el peso de un cuerpo que se va acostumbrando al estrépito del mundo.
Arrojado a la tierra polvorienta, barro amasado de saliva y sal, la muerte jamás se separa un instante de la densa figura que camina erguida sobre sí misma; adherida como sombra, atenaza el corazón con su mano gélida hasta el último segundo de la coexistencia; ese tiempo que condensa el último respiro, la última bocanada, la última mirada, la última hebra de vida recorriendo temblorosa las finas venas del cuerpo que, mucho o poco, se entretuvo actuando en aquél escenario de risa y lágrima, de envidia suerte o de simple tragedia.
¡Qué razón del maestro Sabines al mencionar que la muerte le habló todos los días al oído, vive, vive!
Al final del día caduco solo queda ella; se sacude de la materia inerte, tibia y palpitante aún; estira su estructura ósea entumecida por lo años de espera, que a veces es un simple suspiro; se entretiene observando a las personas que de pronto, en el trajín de las prisas cotidianas, se olvidan de su presencia y se largan andar despreocupadas.
Ya llegará el día que sientan el fino piquete de alfiler en los costados, el diente afilado de una víbora ponzoñosa en la carne, el frío intenso en la cavidad del corazón, y un sudor perla brillante resbale sobre el semblante asustado y se agolpen vertiginosos, en la mente fracturada, la brevedad de su historia, los remiendos de una vida puesta en la balanza.
Veremos la muerte un instante, pero no alcanzaremos a percatarnos del tiempo en que ella se detiene, se estira, nos contempla con tierna querencia, ve a otros despreocupados que sin saber la llevan a cuesta y sin más, vuelve a un vientre generoso que en ese justo instante, mientras la lluvia de verano cae sin descanso, dos apasionados atizan la hoguera de una pasión prohibida, muertos de amor.