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MARCHA POR LA DEMOCRACIA: QUE LA LEY SEA LA LEY

Llegamos a pie y fuimos muchísimos. Costaba trabajo caminar ya desde la Alameda, y todas las calles que desembocan en el zócalo estaban pletóricas

 

Gabriela A. Couturier

Llegamos a pie y fuimos muchísimos. Costaba trabajo caminar ya desde la Alameda, y todas las calles que desembocan en el zócalo estaban pletóricas.

Los carteles, caseros, hechos a mano, pedían que el gobierno saque las manos de la elección, que se respete el voto, que la ley sea la ley.

Nos quitaron, otra vez, la bandera monumental del zócalo. Pero hubo miles de banderas, ondeadas con entusiasmo, con respeto, con compromiso. En silencio durante el discurso, con fervor durante el himno.

Las campanas de la Catedral tañeron dos veces, en momentos que no correspondían a la hora ni, claro, a llamados a misa porque la Catedral está cerrada: cuando Córdova estaba por empezar, y cuando le faltaban unos 10 minutos para terminar su discurso.

Tañían a todo volumen y con algo como desesperación, y no dejaron de tañer más que cuando cantamos el himno.

Sobrecogedor, conmovedor, el himno cantado así por los cientos de miles que fuimos a dejar registro de nuestro descontento, de nuestra esperanza, de nuestro amor por México.

Y nos fuimos, armados de paciencia porque todas las calles estaban a reventar. Dejamos atrás un zócalo perfectamente limpio, y un Palacio (que es nacional, de todos; pero que ahora se considera presidencial) perfectamente amurallado, cerrado, sordo, indiferente.

Queda ese gusto de saber el esfuerzo, el amor, el tiempo, compartidos para dejar registro de lo que no permitiremos y de que somos capaces de exigir algo mejor.

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