Ornán Gómez
Atardecía, señor K. El horizonte tenía un color rojizo, como si acabaran de acuchillarlo. Debajo de aquellos bancos de nubes en la lejanía, el agua de la presa reflejaba el cielo sangriento. Un poco más allá, en un claro de cielo limpio, la luna menguante y una estrella a su lado comenzaban a señorear.
Ximena y yo fuimos a Uninajab donde hay pozas de agua fría, casi helada. Ahora íbamos de regreso a Comitán. Antes pasamos a Tzimol, allá por La rejoya que es donde pasa el río de ese pueblo. En su caminar, el agua baña la raíz nudosa de los sabinos altísimos que producen una sombra exquisita. Mi hija, como siempre, quedó maravillada con los caballos. Había uno blanco y tres negros. Papá, esos caballos tienen nombre. El blanco se llama Pánfilo. Los otros Mariano, Pedro y Jacinto. Mi hermano y yo los nombramos. Recordé que cuando pasábamos por ahí, Eduardo los llamaba por ese nombre. Hice una caricia a los cabellos largos de mi hija.
Antes de llegar a La rejoya, Ximena se entretuvo mirando borregos. Su carita alargada de ojos grandes iba de aquí para allá, mirando los animalitos. Supuse que estaba feliz, mientras yo le decía cuánto la amaba. Me gusta salir contigo. Eres como mi amigo. Yo agradecí en silencio y pedí a la vida me permitiera acompañarla más tiempo. Te quiero mucho, afirmó mientras el sol reverberaba en las laderas de la montaña.
Cuando llegamos a La rejoya, tomamos un caminito para llegar al lugar donde están las plantas que cuido desde hace meses. Después de que las planté, procuro regarlas porque deseo se pongan grandes y verdes para que cobijen a muchos pájaros. ¡Papá, qué grande están los arbolitos! Asentí y la tomé de la mano derecha para que caminara con más seguridad. Siéntate a la sombra de ese arbolito. Voy a empezar a regar. Te ayudo, respondió. Corrió al arroyo y con sus manitas tomó un poco de agua y las llevó hasta las primeras plantas. Cuando la vi, agradecí a la vida por tanta belleza. A esa edad hubiera querido que la mano de papá me llevara por donde él iba.
Conecté la bomba y empezamos a regar. Dejé que ella guiara la operación. Aquí, decía. A esa planta le falta. Y ahí estaba yo con la manguera para ponerle agua. Después se puso a correr de aquí para allá. Luego, en un instante en que me distraje, la perdí de vista. Cuando reparé que no estaba, fui a buscarla. La encontré arrodillada frente a una flor silvestre detrás de unos plátanos. Cuando me observó, dijo que estaba platicando con ella. Qué te dijo, pregunté. Está contenta por el agua, respondió y volví a donde dejé la manguera.
Después que terminamos, subimos al vocho y fuimos a Uninajab. Ahora volvíamos de allá, mientras el sol se ocultaba tras las montañas. En la colonia saludamos a doña Lucy que es de baja estatura y un poco mayor. Tiene un ranchito con un pozo de agua y muchas flores donde los colibríes se regocijan.
Es mi hija, dije a la señora. Es hermosa, y la abrazó. Ximena empezó a explorar el patio. Mientras lo hacía, me preguntaba el nombre de las plantas. Están lindas. Yo quiero una casita como esta. ¿Harás una para mí? Asentí, mientras hacía cálculos económicos. ¿Por qué los adultos vemos todo en función al dinero? Era sencillo dibujarle una casita y listo. Cuando la hagas, voy a plantar flores, dijo. Doña Lucy entró en mi auxilio y dijo que esa casita era suya. Que podía llegar las veces que lo deseara. Ximena fue a abrazarla y la ayudó a regar las plantas.
Cuando anochecía, dije que era momento de irnos. Está bien, respondió. Tenía los ojitos chispeantes. Ya nos vamos, se despidió de beso de doña Lucy. Subimos al vehículo y empezamos a irnos. Ahora estábamos frente a un atardecer rojizo.
Papá, el sol ya se acostó, dijo. La miré. ¿Se acostó? Empezó a reírse. Se fue a dormir, respondió mirando al horizonte. Ahora vendrá la luna. Esas nubes que están allá, son niños, dijo. Volví a mirarla. El sol se fue con Dios porque debe ayudarle a alimentar a los niños. Antes, cuando yo no estaba aquí, vivía con Dios. Era una nubecita y Dios me alimentaba. Pero un día me dijo que abriera los ojos. Cuando lo hice, miré la carita de mamá y entonces nací de ella.
La plática de mi hija me recordó una leyenda africana. Se dice que antes de estar aquí, los seres humanos éramos sueños. Despertábamos a la vida cuando alguien nos soñaba. El acto sexual era secundario, porque lo que daba la vida era el sueño.
Yo vengo de allá, Ximena señaló el horizonte. Y tú también, pero ya no te acuerdas. Vienes de las nubes, me dijo. Cuando mueras vas a regresar a ellas. Me quedé sorprendido porque mi hija apenas cumplirá seis años y ya tenía esas ideas. Las personas que murieron están allá y ahora duermen. Pensé en mis amigos que han partido. Detuve el coche y la abracé. Te amo, la besé en la cabecita. Yo también, papito. Sigue manejando por favor. Voy a dormir un ratito. Intentaré regresar a mi casita que está en las nubes.
Se recostó y se durmió al instante. Yo me quedé pensando en que mi hija y yo éramos pedacitos de nubes. Minutos después, la noche cubrió el horizonte y las estrellas comenzaron a brillar en el firmamento.