Nostalgia en el estómago
Wilber Sánchez Ortiz/ CONTRASTE POLÍTICO
El dedo gordo de su pie derecho despertó primero. Después despertó su pantorrilla y ya que el dolor se le hizo más extenso se recobró de un golpe; estiró con dificultad su extremidad lastimada. Despierto por completo, bostezó. Aligeró un poco el dolor, sobándose la pierna que tenía el pie con el dedo gordo lastimado. Hizo movimientos circulares con el mismo dedo y con el mismo pie.
— Hijo, levántate –, ordenó. Y de una de las dos camas contiguas uno de los hijos escuchó el llamado y, somnoliento, respondió:
— Sí, ya voy.
El viejo se levantó; sacó agua del pozo y éste se inundó con el estrépito de la cuerda que giraba sobre la roldana y el estrépito de la cubeta que se estrelló en el agua. La cubeta rompió la tensión superficial, se llenó y gimió a lo largo de su salida a la superficie.
La mujer ya estaba despierta. En lo que el hombre y el hijo hicieron sus abluciones matinales sirvió tortillas recalentadas, caldo de gallina y café caliente a la luz de un candil, cuya luz opaca y titilante partía del centro de la mesa.
Tal vez cruzaron un “apúrate que es tarde”, “el ingeniero ya pasará por nosotros”, algunos monosílabos, pero fuera de ello no hubo un dialogo que pudiera rescatarse, tal vez por la parquedad de palabras en la familia, tal vez por la desmañanada. Faltaría cuando menos dos horas, para que el sol naciera.
Una vez terminado de comer tomaron sus bastimentos, su equipaje.
— Ahí regresamos— dijo el viejo.
— Volvemos má— dijo el nuevo.
— Que les vaya bien— bendijo la doña y pronto se perdió en la maraña del quehacer cotidiano.
El viejo y el nuevo caminaron dándose trompicones con las piedras de la brecha oscura; el viejo arrastraba con dificultad la pierna en donde estaba el pie con el dedo lastimado. Salieron a la carretera y esperaron algunos minutos; más tarde un destartalado camión de redilas se detuvo; los hombres treparon en él y ocuparon un lugar reducido que cedieron sus compañeros de viaje.
En el transcurso algunos pasajeros hicieron bromas, otros callaban.
El viejo y el nuevo eran de éstos últimos, que eran conducidos en silencio. Llegaron a su destino, una construcción de cara a la playa en la que estarían una semana casi completa–era lunes, hasta el sábado por la tarde volverían a casa -. Se pusieron sus harapos de trabajo. La camisa vieja luida, el pantalón con parches, los zapatos boquiabiertos. Y empezó la faena. Las medidas, los cortes, los cubos de arena, los bultos de cemento, las revolturas, el acomodo de escaleras, los andamios, el pegue de ladrillos, los colados, el desayuno, el sol que pronto se enfilaba a mediodía. Las bromas porque una jauría de perros se olfateaba los traseros, se peleaban entre de ellos; los más afortunados fornicaban.
— Como nos ven en montón– dijo Julio, el que apodaban Lobo- dirán que también nosotros estamos en brama.
Jajaja, irrumpió al unísono la jauría de albañiles.
Y en asuntos como ese, el día se fue.
Se lavó la herramienta, se guardó, los hombres fueron a la casa en que les servían la comida, comieron, conversaron, guardaron silencio, regresaron a la construcción en donde silbaron, cantaron, se recostaron en sus camastros.
El viejo y el nuevo: padre e hijo se encaminaron a la playa, descalzos. El sol crepuscular irradiaba en el horizonte. El mar se estrellaba pasivo en la playa. Padre e hijo estuvieron sentados largo rato. Veían la reventazón, los cangrejos vespertinos. El sol redondo y colorado.
Sin decir palabras; callados, ensimismados en sus pensamientos.
De repente, el viejo con el rostro iluminado por una sonrisa, espetó al nuevo:
— Estuvo sabroso el caldo de pollo—.
El hijo, que en esos momentos recordaba a su familia y a su casa y el placer del desayuno en casa, lacónico, con una sonrisa también, respondió.
—Sí; sí estuvo sabroso.