GAMALIEL SÁNCHEZ SALINAS
Miguel Falconi, cronista de Comalcalco, recibió de herencia una tienda de abarrotes que estuvo por años en céntricas calles de Comalcalco. Fue su abuelo quien decidió dársela al más inquieto de sus nietos.
Agradecido, pero más conmovido por el acto generoso del progenitor de su papá, el cronista pensó que lo menos que podía hacer era atender el negocio. Eran días de mucho trabajo que su don de gente hacia llevaderos y si el negocio era prospero, con él al frente prosperó más.
Un día se apareció en la tienda un extraño visitante. Buscaba una máscara del mismísimo diablo, había recorrido las tiendas de toda la Chontalpa con resultados invisibles.
«Un viejo brujo me ha dicho que sí te pones la máscara del demonio, una fuerza tremenda se apodera de ti y sueltas poderosos rugidos«, dijo aquel hombre, mientras emitía los rugidos que imaginaba le daría el poder de la máscara.
Intrigado, el maestro Falconi ordenó a uno de sus trabajadores que buscará en la bodega, entre tanto cachivache, el antifaz del maligno. Después de un rato, cubierto de telarañas y polvo apareció el chalán sacudiendo una terrorífica máscara de Satanás y se la entregó al maestro Falconi.
El hombre, visiblemente perturbado, arrebató la máscara al maestro y, desesperado, se la puso. De inmediato, lanzó un tremendo rugido y se deshizo en alaridos, mientras se sacudía en violentas convulsiones.
Todos los trabajadores de la tienda corrieron a verlo, impresionados. El maestro Miguel, asustado, ordenó le quitarán la máscara. El empleado más cercano dio un brinco y se la quitó.
Entonces, apareció el rostro de aquel hombre con un rictus de dolor y, en la mejilla, irritada, rojiza, un enorme alacrán que al sentirse atrapado clavó repetidas veces su venenoso aguijón.
La luciferina máscara no tenía los poderes anunciados por el anciano brujo a aquel hombre que, quejumbroso, reposaba en una silla con un pedazo de hielo en el cachete.
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