CULTURADESTACADAS

MALHAYA: Por Wilber Sánchez Ortiz

Malhaya
Wilber Sánchez Ortiz./ CONTRASTE POLÍTICO

Despiertas. Te rascas el piquete de zancudos en el cuello antes de inclinarte sobre la cama de palos que en casa llaman tapesco; bajas los pies descalzos y te paras sobre el piso de tierra, húmedo, pegajoso.
Caminas alumbrado por la luz del candil que parpadea una luz amarilla, a veces azulada, en la oscuridad de la casa. A un costado está otra pieza adecuada como cocina. En ella se encuentra el fogón con una llamarada muchas veces más grande que el candil. Alumbra mejor la oscuridad y aunque el lugar donde vives comúnmente es caluroso esta vez no lo es. Acercarte al fogón te agrada.

Nana hace las tortillas de maíz golpeando la masa con una mano sobre un pedazo de madera; con la otra mano, da vuelta a la tortilla hasta que obtiene el grosor y el tamaño que desea, antes de echarla sobre el comal que está sobre el fuego.

Otras tortillas están sobre el comal. Te gusta ver como se inflan y nana las saca para irlas metiendo en un recipiente hecho con un jícaro parecido a un calabazo grande.
El tata fue quien te despertó. Sentado sobre una banca de madera, larga, afila su machete, metiendo un extremo bajo una pierna y pasando la lima de afilar por el otro extremo, que tiene sobre la otra pierna. Se escucha el chillido del machete cuando la lima pasa por él. Lo desgasta hasta obtener un brillo.
Mientras estás cerca del fogón, tu chucho ladra a los hombres que pasaron por el callejón en partes pedregoso, en partes polvoriento. Sabes que van tropezando: No vez las piedras, el polvo ni los trompicones. Pero lo sabes porque lo has visto y te ha pasado. Cuando ellos marchan el chucho se acerca a ti. Con una mano le acaricias. Dejas de acariciarlo y tomas una tortilla, le esparces unos granos de sal, la enrollas y te la llevas a la boca. Nana ha puesto café en un vaso. Te agrada sentir el sabor de la tortilla caliente con sal y después tomar sorbos del café. Tata ve que acaricias al chucho mientras comes y te regaña:
— Deja de acariciar el chingado chucho mientras comes. Te apuras porque ya va aclarar.
Le haces caso, terminas de comer el taco. Regresas a la habitación que apenas es alumbrada por el candil. Los gallos insisten cantando, a veces odias que sus cantos te despierten. Los pájaros chupahuevos empiezan a cantar afuera. Se acercan por las rendijas de la casa. No alcanzas a distinguirlos bien, pero sabes que llegan alborotados, como si tuvieran prisa, inquietos, sabes que si te acercas saldrán volando juntos, asustadizos y al poco rato regresarán. Mientras piensas eso te acercas al tapesco a tomar una camisa. Tropiezas con uno de los postes que lo sostienen. Te enojas. Deseas unos caites y piensas en voz alta:
Malhaya me compraran caites.
Tata afuera está enojado. El chucho bajó un pedazo de carne del fogón y salió corriendo. Nana le aventó un leño. El aúlla y suelta el pedazo de carne mientras corre. Tata lo levanta, lo lava y lo regresa al fogón.
Luego habla: “Chucho jua la chingada. Tú chamaco, te apuras”. Sales aprisa con el llamado. Vuelves a tropezar, esta vez con un horcón que sostiene la casa. Maldices.
Caminan rumbo a la milpa, empiezas a ver que aclara. El sol sale en las montañas que están allá, a lo lejos. Las montañas se ven azules. El sol se ve muy rojo. Eso te gusta. En las tardes, al regresar de la milpa acostumbras ver cuando el sol se mete por el otro lado del mundo, allá donde está el mar, donde llegan los pájaros azacuanes cuando deja de llover, donde también sabes que choca el cielo con el mar. Lo que odias es caminar descalzo y sentir el rocío que se ha acumulado en el monte y que es suficiente para humedecer tu pantalón y el de tata. Él camina rápido, sin hablar, no entiendes como no le lastiman las piedritas y palos en sus pies. Te enojas porque no te compra los caites que siempre has querido para no andar descalzo, como supones andan los niños de ciudad.
Malhaya me comprara caites tata.
Te contesta: “No hay dinero, no estés jodiendo”.
El chucho los ha alcanzado corriendo. Acezante saca la lengua rosada mientras pasas tu mano sobre su pelaje. Tata lo ve y te comenta sobre lo travieso que se ha puesto en tomar las cosas con el hocico y salir corriendo, a comérselas o a perderlas.
Ríe de manera forzada y dice:
Jua la chingada.
Sonríes.

Es domingo, tata fue al pueblo a vender maíz; vino borracho. Otras veces hubieras estado molesto, pero esta vez no, porque ha comprado los caites que deseabas. No los quieres poner para no ensuciarlos. Duermes con ellos. A medianoche despiertas, los acaricias, nunca has tenido unos. Sientes agradable sentir el olor a cuero. Los bajas del tapesco. Duermes.
Cuando despiertas nadie además de ti ha lo ha hecho. Buscas los caites con los pies y no los encuentras. Lloras. Eso despierta a los demás. Tata dice:
¿Qué tenés jua la chingada? ¿Se murió tu tata, tu nana?
Tú respondes:
Malhaya eso juera. Es que el chucho se llevó mis caites.

*Créditos imagen: Roberto Salinas Rojas.*

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