CULTURADESTACADAS

Marcio López:“Desde mi mundo tropical aspiro a la universalidad”

 

*Marcio López:“Desde mi mundo tropical aspiro a la universalidad”*

Gamaliel Sánchez Salinas/CONTRASTE POLÍTICO 

«A veces, cuando pinto, un Pablo Picasso pequeñito se posa en mi hombro y me susurra al oído: ‘Marcio, Marcio, el cabrón que se repite ya no es artista, es sólo un artesano’.

Entonces, arranco el lienzo donde pinto y monto otro y sigo pintando, pintando y buscando, sí, esa eterna búsqueda que inicié en mi juventud y que continúa intacta en mí hasta el día de hoy», dice enjundioso, Marcio López, artista plástico, nativo de Cárdenas, Tabasco, en el lugar que ocupa su taller en el Instituto de Difusión Técnica donde imparte clases de diseño gráfico a preparatorianos en el Poblado Tulipán.

Marcio nació en Las Choapas, Veracruz, a donde llegó a vivir su abuelo quien era de Playas del Rosario. De acuerdo a testimonios familiares, el abuelo arribó a esas tierras huyendo de la persecución policíaca, pues se dedicaba al contrabando de armas en aquellos tiempos de la revolución en Tabasco. Ahí se hizo comerciante y sentó raíces.

El padre de Marcio era beisbolista, en invierno jugaba en la Liga Veracruzana y en verano en la Liga Tabasqueña, fue un verano, en Ciudad Pemex, que conoció a la que sería madre de Marcio.

«Las Choapas a mí se me hace un pueblo chingón, nosotros vivíamos en el Centro, mis abuelos vivían a la orilla del río. A mí me gustaba recorrer sus callejones y disfrutar de la música que salía de las casas, esa música de la época donde Javier Solís, Toña La Negra, entre otros, ocupaban un lugar preponderante. La impronta de esa etapa de mi vida sigue latente. Ahí mi mamá me empieza a comprar libritos», asegura.

Cuando tenía siete años, los padres de Marcio decidieron regresar al terruño, vivieron en distintos lugares: Ciudad Pemex, Once de Febrero, Comalcalco, hasta asentarse en la ciudad de Cárdenas. «A mí me gustaba jugar fútbol, béisbol, en la calle, con mis vecinos, pero también me gustaba leer historietas; Kalimán, mi preferida; Chanoc, Destinos Opuestos, El Payo, El Santo y todo lo que salía. A una cuadra de mi casa había un señor que las alquilaba y yo rastreaba los sencillitos en mi casa y me los iba a gastar.

A veces pasaba toda la tarde leyendo historietas. Fue ahí donde, en Novelas Inmortales, conocí, en versiones ligeras, los clásicos de la literatura: El Conde de Montecristo, Los Tres Mosqueteros, Robin Hood, Los Miserables. Pero tenía un tío, obrero de Pemex, que tenía una biblioteca muy completa; ahí estaba Gabriel García Márquez, Luis Spota y una edición de Don Quijote, en dos tomos, ilustrada por Doré, de esa misma colección también estaba La Divina Comedia, también ilustrada por Doré. A mí esos libros me encantaban. Se puede decir que crecí con el cómic bajo el sobaco y jugando descalzo en las calles”, recapitula.

Pero Marcio tenía una habilidad que desarrollaba en solitario, modelaba con plastilina, modelaba soldados y con ellos, a escondidas, jugaba a la guerra. Esos momentos lúdicos estaban basados en un tema que a él le apasionaba: la Segunda Guerra Mundial y recreaba las batallas.
Para entonces ya Marcio transitaba los 15 años y se aficionó también por los modelos para armar que descubrió en la tienda de un poblano. Eran barcos y aviones de la marca Lodela que pagaba en abonos, cuando liquidaba el monto el señor se los entregaba. Aquello se convirtió en una obsesión para él.

Cuando Marcio terminó la preparatoria partió al Altiplano a estudiar la carrera, con él iban ocho cardenenses más, compañeros del bachillerato. De los nueve jóvenes que fueron aceptados en el Instituto Politécnico Nacional, sólo Marcio quedó en el turno vespertino, en la carrera de ingeniero mecánico. Sin embargo, pronto se sobrepuso y, por las mañanas, se dedicó a explorar la gran ciudad.

En las vacaciones, regresaba a Tabasco y su padre, ya obrero de Pemex en ese entonces, le conseguía contratos en dicha paraestatal. “Para mí estar en el DF era maravilloso, era asistir a eventos, visitar museos, realizar recorridos culturales. Asimismo, fue entonces que descubrí que existía Tabasco en toda su dimensión, yo vivía en La Casa del Estudiante y ahí convivía con compañeros de todo el estado y cada uno contaba, con emoción, de su lugar de origen, nos intercambiamos libros, nos contábamos leyendas de nuestros respectivos municipios, pero lo más importante, cuando alguien recibía un cargamento enviado por sus familiares con lo mejor de gastronomía de su municipio, nosotros disfrutábamos y añorábamos el terruño”, dice emocionado.
Pero Marcio, descubrió que la carrera no le interesaba y el terremoto del 85, en la Ciudad de México, fue el pretexto exacto. Él había venido de vacaciones y disfrutaba de su hamaca cuando los vecinos, alarmados, salían a comentar lo que estaba pasando en la gran ciudad. “Yo ya no regreso”, les dijo a sus papás y de ahí nadie lo sacó. Entonces se inscribió en el Instituto Tecnológico de Villahermosa, ahora en los terrenos de la ingeniería química.

“Los alcanos, alquenos y alquinos tampoco me emocionaron y entonces me dedicaba a recorrer los pocos recintos culturales de Villahermosa. Fue en una visita al Museo de Historia que de repente me surgió el deseo de trabajar ahí. Y, con unos muñequitos de plastilina en los que estaba trabajando, colocados en una cajita, como carta de presentación, pedí hablar con el director del museo, quería pedirle trabajo. Ni él ni su secretaría estaban. Saqué los muñecos de la caja y se los mostré a la recepcionista. Los vio con curioso agrado y me recomendó ir al Museo de Antropología, con el señor Carlos Sebastián, seguro ahí si me darían trabajo”.
Y allá se fue a buscar al sujeto. En las escaleras encontró a una persona y le preguntó dónde podía encontrar al personaje en cuestión.
—Yo soy Carlos Sebastián, ¿en qué te puedo servir?-, le dijo con amabilidad. Ahí, en las escaleras, Marció sacó la cajita de su bolsa y los muñecos de su cajita y le pidió trabajo.

Carlos Sebastián dijo que no tenía posibilidades de darle un empleo, pero que lo llevaría con alguien que seguro lo haría. “Me llevó al Instituto Juárez, donde se llevaba a efecto una exposición, había una multitud de gente, eran aun los tiempos de González Pedrero, y en un momento en que las cosas calmaron, me presentó con el poeta Ramón Bolívar, encargado de la promoción y difusión de las actividades del Instituto de Cultura, quien amable me citó para el día siguiente.

Al otro día me presenté a la oficina minúscula del poeta, me acompañó un amigo. Y saqué mis muñequitos y se los mostré. Los vio y me preguntó si podía hacer una maqueta de la Batalla del Jahuactal y otra de la Toma del Principal. Le dije que sí. Me preguntó el costo, le dije, exagerando, que eran 200 pesos. Tomó un lapicero y garabateó en un papel y me mandó con su tesorero. Sin leerlo, fui por los dineros, me hicieron entrega de 700 pesos, pensé había una equivocación, pero no, el recibo eso decía. Salí de ahí directo a comprar el material y sin saber por qué, porque lo mío era el modelado, compré un caballete”, relata, la evocación quiebra su voz, y ofrece disculpas.

Así, Marcio, hace su aparición en el mundo de la cultura tabasqueña. Ricardo Torres, espléndido, le ofrece su taller y pone a su disposición toda su biblioteca en la que sobresalen libros de arte. Fue este mismo, encargado de elaborar la cartelera cultural, quien le dijo que ya estaba la fecha en la mencionada cartelera para la presentación de las maquetas, sería en el Museo de Historia. El evento fue un éxito, aún con la observación de quien él considera el monstruo de la historia en Tabasco: Jorge Priego Martínez. Ahí, en pleno evento, el susodicho le hizo la observación sobre el fuerte El Principal. «Yo no encontré ninguna fuente que me diera el dato de que El principal fuera de madera y lo hice como todos fuertes. No tomé a mal su corrección, al contrario, se la agradecí y corregí. Nunca me ha gustado que a mi trabajo solo le vean lo «bonito», lo bello. Soy un hombre abierto a la crítica, pero como artista lo soy más», asegura Marcio López.

Después de la exposición Marcio fue contratado como ayudante de museografía en el mismo museo. Y se sumergió en el mundo bohemio que ofrecía la Villahermosa de entonces. «Convivía con los personajes del momento del mundo cultural. Eran largas veladas en Brunos’s o en casa del Ricardo, conversando sobre arte y literatura. Efraín Gutiérrez, Gladys Fuentes Milla, Teodosio García Ruiz, Fontanelly Vázquez, el mismo Ramón Bolívar eran parte de ese mundo que a mí me deslumbraba», dice y suspira.

Pasaron dos años y fue llamado al Instituto de Cultura y fue adscrito al Departamento de diseño y serigrafía que Ricardo Torres, a quien considera su maestro, comandaba. Hasta que un día renunció y se dijo que se dedicaría a pintar solamente, perseguir esa vocación que llevaba dentro. Ahí inicia su larga carrera de creación. Los recuerdos de su infancia era parte del bagaje que plasmaba en sus cuadros. Era el trópico vivo, el trópico que habitaban y habitan las y los hombres sencillos.

«Yo traigo el trópico en la sangre y eso se manifiesta cuando pinto, me gusta recrear momentos, espacios, situaciones llenas del calor y el color de Tabasco, pero eso no significa que yo haya renunciado a lo universal, no sólo no he renunciado, sino que desde mi mundo tropical aspiro a la universalidad», explica dueño de sí.

Marcio López no ha tenido que sacrificar su originalidad artística en función del éxito comercial. Muchos pintores, asegura, dividen su obra en dos vertientes: la que les nace pintar a ellos, como parte de la vocación artística, y la que le gusta a la gente, hipotética clientela. Pero Marcio, no tiene ese problema, todo lo que pinta es lo que le nace, lo que quiere, y todo vende. Marcio, quien es docente de bachilleres, prepara su retiro de las aulas para pintar y viajar. Ha descubierto, se lo agradece a la pandemia, que la vida se va como la tarde, y él la quiere aprovechar.

Botón volver arriba