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DECLAMADORA. Por Ornán Gómez

Cuando nos vimos, le mostré “Canción de la margarita” de Jhon Keats. Leí en voz alta y a ella le gustó y ahí mismo comenzó a repetirlo.

ORNÁN GÓMEZ 

Ximena, alegre como un colibrí, debutó como declamadora, señor K. Su voz aguda, como canto de cenzontle, deleitó a los papás que acudimos al primer recital de poesía que la escuela organizó.

Días antes me pidió que la ayudara con un poema. Voy a participar en un concurso, dijo entre risas y gritos porque estábamos jugando a darnos almohadazos. Por favor, señor Barrigas —así me dice por la panza de tinaja que me cargo—ayúdame a buscar un poema para que me lo aprenda de memoria.

Mi hija, como muchas niñas, tiene una memoria extraordinaria. Se aprende lo que le interesa y deshecha lo que no. Que yo recuerde, no tuve una mente como la suya. Es más, sospecho que ya comienzo a olvidarme de algunas cosas.

Qué dices, señor Barrigas, preguntó mientras me atizaba un almohadazo. ¿Me ayudarás? El golpe me hizo recordar que en la primaria no memoricé nada y por eso reprobaba los exámenes. Un profesor nos obligaba a los estudiantes a memorizar un poema para que nos asignara una calificación en español. No fui capaz y lo único que aprendí fue una estrofa del himno nacional que confundí con el de Chiapas.

El profesor mandó a llamar a mi madre porque, según él, yo era un retrasado. Mamá me llevó a terapia con una psicóloga de piernas delgadas y cabello negro, abundante, de la cual me enamoré.

En plena terapia le declaré mi amor precoz de once años. Pero un par de meses después me dio el alta porque no encontró en qué parte de mi personalidad estaba el retrasado mental.

Pero mi hija es inteligente, pienso. ¿Qué papá no piensa eso de su hija o hijo? Le respondí que la ayudaría y mi pequeña comenzó a correr por la casa. Fue a la biblioteca y tomó Alicia en el país de las maravillas y me pidió que leyéramos. A raíz de la separación con la madre, mi hija y yo no leímos como lo hice con Eduardo que ya escribe sus propios relatos. Pero me las ingenié para acercarle libros y leer con ella.

Quizá por eso en su mente persiste la idea de que un libro es una aventura. Cuando vamos a una librería, me pide que le compre uno. Así que nos pusimos a leer el pasaje cuando Alicia bebe un liquido y comienza a estirarse dentro de un casa que casi revienta.

Al día siguiente la llamé por teléfono y le dije que ya tenía el poema que podría declamar. Cuando nos vimos, le mostré “Canción de la margarita” de Jhon Keats. Leí en voz alta y a ella le gustó y ahí mismo comenzó a repetirlo. El poema habla del sol, la luna, las flores y el viento de la primavera. Lo imprimí en letras enormes y nos pusimos a jugar. ¿Ya le conté que a mi hija le gusta jugar conmigo? No deja pasar la oportunidad para que rodemos por la cama o el piso.

Para que nos demos con las almohadas hasta por debajo de la lengua. Le gusta esconderse y que yo la busque. Corremos, señor K. La sala se convierte en una pista por donde ella, ágil como un cervatillo, corre esquivando los sillones en tanto que yo, con mis noventa kilos, la persigo en vano.

Con mi hijo jugué hasta el cansancio. Por eso pienso que es lo mínimo que debo hacer con mi pequeña. Por eso cuando nos vemos, no hacemos otra cosa que jugar. Hace meses le enseñé a manejar bicicleta y no dejamos sin recorrer ningún parque de la ciudad.

Cuando quería jugar con alguna niña de su edad, me decía, Papá, quiero jugar con ella y la señalaba. Yo la acompañaba para que pudiera hacer amistad. Después de dos veces, ella solita iba y jugaba con las niñas del parque. Se lo cuento porque lo recordé cuando la miraba esperando su turno para declamar su poema. Eres poesía, le dije apenas llegué a la escuela. Ella me avisó del evento cuando la llevé a la escuela. Quiero que vengas a verme, me dijo. Le prometí que iría. Que por nada del mundo me perdería su debut.

El evento era a las diez de la mañana y llegué minutos antes. Fui a abrazarla y jugué un rato con ella que estaba con sus amigas. Es el señor Barrigas, me presentó. La abracé y le dije esas cosas lindas que a todo papá le brota del corazón cuando está frente a uno de sus hijos. Las niñas me observaban como si fuera un sapo marciano. Mi pequeña reía. Una de las niñas se acercó a mi y me dijo: Quisiera tener un papá así. A cambio, le dibujé un ratón en un hoja.

Después del protocolo que se acostumbra en esos eventos, la maestra de ceremonia llamó a mi pequeña que subió al estrado en tanto a mi me temblaban los pies. Años atrás, a mi pequeña la hicieron participar en un programa cultural, pero ella no se estaba contenta.

Comenzó a llorar. La maestra la tomó de la mano y la obligó a bailar mientras mi pequeña me buscaba con la mirada. Subí y le dije a la maestra que la soltara. Mi hija corrió hacia mi, nos abrazamos y salimos de aquel salón. Desde entonces, Ximena y yo tenemos un trato: ¡Ayudarnos!

Saludó a las personas y me sonrió. Le mandé un beso con la mano y le grité que la amaba. Ella sabe que tienen un papá chiflado que le vale hacer el ridículo con tal de que esté contenta. Comenzó a declamar el poema e hizo gestos y movimientos de mano. Me sentí el señor Barrigas más orgullo del universo. ¿Qué papá no lo sentiría? Cuando terminó, le aplaudí con emoción mientras ella fue a sentarse, orgullosa, al lado de sus amigas.

¿En qué momento había crecido tanto?

*Ornán Gómez es docente de Telesecundaria, escritor y promotor de lectura en el vecino estado de Chiapas.

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